Esta es la historia de un viaje a Ouarzazate, un lugar mágica que se convirtió en mucho más que una simple escala gracias a su gente y su Kasbah.
Las bibliotecas del desierto. Parte II
Había pasado el día, mochila a cuestas, por Marrakech. No había sido un mal día, Marrakech es siempre un buen plan. Pero estaba cansado y hay un buen trozo andando desde la estación de autobuses CTM de la ciudad a La Medina. El autobús de la compañía CTM a Ouarzazate tiene varias frecuencias al día, pero pensé que la más conveniente para ahorrar tiempo y dinero era la que sale media hora pasada la medianoche y llega a las 5.10h de la mañana siguiente. Los autobuses CTM son correctos y el precio es razonable así que cuando llegué a la estación me vi a salvo. No tenía ni idea de que me esperaba una noche de lo más curiosa.

Al subir al bus con mi ticket numerado descubrí que mi asiento, de acuerdo con la numeración del billete, no existía. Todo el mundo parecía estar en su sitio menos yo hasta que el conductor me indicó de la manera más amable que me sentara en el único asiento que quedara libre al final del baile.

Así lo hice y resultó que mi compañera de asiento era una chica joven que no parecía molesta con mi compañía. Pero varios de los pasajeros sí. Inmediatamente empezó una discusión de puro zoco sobre la que no podía entender media palabra sobre si debía sentarme con la muchacha o no. Empezó medio autobús a cambiarse de asiento como si de una película de los Hermanos Marx se tratara hasta que se decidió por consenso asambleario que un hombre mayor, que rondaría los ochenta años, debía ocupar el asiento contiguo al mío.

Saqué mi guía de viaje y con la ayuda de un frontal empecé a leer. La región de Ouarzazate fue una ruta de paso para las caravanas que transportaban mercancías desde y hacia Sudán pasando por Sijilmassa, también hacia el norte del Atlas en dirección a Fez y hacia Tlemcen, en Argelia. Era pues un nodo de comunicaciones importante de Marruecos para el comercio y la circulación de ideas. También debía haberlo sido por tanto para los libros que andaba persiguiendo. Por ahí pasaron los libros que no llegaron a Mauritania, me dije.

En un inicio existía solo la Kasbah de Taourirt, centro político que permitía controlar la región, rodeada por varios poblados situados en tierras fértiles. Con la llegada de los franceses se construyó el bastión militar de Ouarzazate, junto a la Kasbah, dando lugar a la vida colonial y a la ciudad nueva que contó pronto con un aeropuerto.



Hoy en día, la ciudad sigue creciendo, y los suburbios están en plena construcción ampliando sus confines, renovándose. La ciudad se debate entre el turismo, fuente de riqueza creciente y la agricultura tradicional. Existe una Ouarzazate más actual, vertebrada por la Avenue Mohamed V y aquella que sobrevive aún en condiciones de antaño, poblada por locales dentro de los muros de la antigua Kasbah.

El autobús empezó a rodar, saludé amablemente a mi vecino y me dormí cerrando mi guía de viajes. Al cabo de un par de horas, en medio de la noche cerrada, noté el tintineo primero y el repicar después de sus rodillas contra las mías. Las curvas eran cerradas y un frío extraño en medio del verano se imponía sobre un manto de ronquidos. El hombre empezó a gimotear justo antes de empezar a vomitar, de un modo que no daba abasto con las diminutas bolsas de plástico que le acercaban los familiares dispersos por medio autocar. Intenté ayudarle, pero no lo conseguía y cada vez que volvía a cerrar los ojos el hombre perseveraba hasta mancharme. Pensé que en algún momento pararía, pero perdí toda esperanza cuando un olor intensó se adueñó del ambiente y supe que el pobre se había descompuesto del todo.

Así llegué a Ouarzazate, molido, exhausto y sucio después de la noche en la carretera. Al recuperar mi mochila la práctica totalidad de los pasajeros había desaparecido. Miré a mi alrededor intentando hacerme a la idea de donde estaba. Aún era de noche y la estación de autobuses de Ouarzazate se me antojó en el medio de la nada. Saqué el teléfono móvil del bolsillo y abrí Google Maps aprovechando que había cobertura. Cinco kilómetros fue el veredicto hasta el camping que había elegido como alojamiento. El autobús me había dejado en la Estación Afriquia, que no es más que una gasolina con apeadero al otro lado del río, lejos de cualquier punto de interés en la ciudad. Me até las botas, me ceñí la mochila y me dispuse a ver amanecer mientras llegaba andando.

La luz del día empezaba a dejarse ver clareando la carretera. A medida que me acercaba a la ciudad, con las primeras luces de la mañana se podían ver campesinos trabajando en los campos cercanos. Herederos de una ciudad hermosa en plena transición.



Y al fin llegué a mi destino, pero la puerta del camping estaba cerrada. Me entretuve a llamar a la puerta, sin suerte. Un par de trabajadores que cargaban materiales de construcción me indicaron que quedaban unas dos horas hasta que abrieran. Dejé la mochila en el suelo maldiciendo mi suerte, me senté en el suelo, recosté la espalda contra el muro de arcilla y me dormí. Fue un error. En un rato unos ruidos de barullo me despertaron y ahí estaban. Dos perros callejeros de aspecto terrorífico revolvían nerviosos tratando de abrir mi mochila. Me incorporé de un salto, por el susto, pero los perros no parecían tener intención alguna de marcharse. En el suelo había mucho terrón, pero poca piedra. Me costó encontrar un par que me sirvieron para ahuyentarlos. La jornada prometía.

Aún quedaban casi hora y media para que el Camping Ouarzazate abriera y yo acumulaba la mugre del día anterior y el cansancio que ahora se sumaba a un hambre de lobo. Me colgué la mochila y decidí que era mejor moverse en busca del desayuno a esperar. No tardé en ver a lo lejos un sitio que parecía un palacio, pensé que podría ser un riad donde podrían servir desayunos. Al llegar, me di cuenta de que mi aspecto no encajaba con el sitio. Era bonito, de aspecto rústico tradicional. Pregunté por el desayuno y un chico joven me indicó la sala donde había un bufé magnífico a disposición de los clientes. Unos pocos de ellos desayunaban tranquilos y bien vestidos sentados en las mesas. Pregunté el precio por desayunar y el muchacho me dijo que me sirviera que ahora llamaba a quien estuviera al mando, el dueño me pareció entender. Insistí, deseaba conocer el precio antes de servirme. El chico insistió a su vez, pero yo me mantuve en mi postura.


Por fin bajó un hombre de aspecto elegante que no dudó un momento en pedirme que saliera con él al patio, me pidió que tomara asiento y me explicó en francés que no me preocupara. Que la región en general y aquella casa en particular era conocidas por su hospitalidad con los viajeros. Que podía ofrecerme hospedaje pagando, pero que si quería desayunar y continuar viaje se sentiría honrado si aceptaba desayunar gratis. El lugar era el Dar Kamar, un elegante hotel de adobe ubicado en una casa del siglo XVII que perteneció a un antiguo pachá.

Inmediatamente el chico de recepción apareció con una bandeja con café y comida y preguntó si deseaba zumo de naranja natural. Será por eso que aquí se han rodado tantas películas. Había leído sobre el Musée du Cinema de Ouarzazate, donde se han rodado multitud de películas de Hollywood. De hecho, aquel tipo elegante había completado para mi uno de aquellos gestos de hospitalidad que tanto he valorado en mis viajes, que hacen que viajar a la aventura sea algo mágico, y pese que me interesa más la realidad que la ficción, fue de cine.

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